martes, 26 de marzo de 2013

Y van 19 días y faltan 481 noches.

Don Joaquín Sabina nos dijo que tardó en aprender a olvidarla 19 días y 500 noches. Los 19 días han pasado ya, y las noches parecen ser más cortas, sin embargo, como la niebla que se forma en algunas madrugadas su recuerdo decide aparecerse para abrir las cicatrices que empiezan a cerrarse, sin abrirlas de todo, sólo provocando un ligero ardor, arrancando las costras que necias volverán a crecer.

En la miopía intrínseca con la que solemos hacer retrospectiva de nuestro propio existir asignamos la clasificación de héroes a nuestras propias personas y de villanas a todas aquellas que nos haya lastimado y sin poder vencer en combate épico optamos por soluciones menos cinematográficas como don Joaquín bien propone, "el olvido".

¿Por qué condenar a destino tan frío a una persona que en su momento pudo llenar nuestros corazones de calor? ¿Por qué desprendernos de los momentos felices que pudieron existir junto con los momentos de dicha? ¿Vale el precio? No lo sé, simplemente es más sencillo olvidar.

Y es que la ausencia ayuda al olvido, desgastando los recuerdos cual mar golpeando incesante la piedra, borrando sus formas, dejándola lisa, difuminando su rostro, llevándoselo con la espuma, confundiendo todos los rostros de aquellas a las que he querido, con las que he soñado, que he herido, que me han herido, mezclando todas las carcajadas que les he provocado con el golpeteo de las olas, perdiéndose con el estruendo de la tormenta que limpiará la costa al terminar de destruirla.

Curiosamente los días pasan fáciles, con la sucesión de las personas que siguen ahí para nosotros, que van desde un insulso dedo levantado en muestra de apoyo en la red social de nuestra preferencia hasta aquellos que son verdaderos pilares en que construimos nuestro día a día, que cuál sol, sin importar las nubes, están ahí cada día para alejar la oscuridad y todo lo que conlleva.

Las noches son las que representan un verdadero reto, pues los demonios aceptan dichosos la tregua que la luz les brinda para torturar con sus voces tan parecidas a nuestras propias voces que imperturbables expresan las preguntas que no queremos oír, que no sabemos responder, preguntas sobre el pasado en su mayoría, los inservibles "hubiera" se repiten de a pregunta formando un coro infernal que algunas noches no te deja conciliar el sueño y algunas otras te arrulla como una sádica canción de cuna.

Al final el olvido tal vez permita sanar, pero evita aprender, pues al final somos animales de costumbres, que no dudaremos en entregar nuestro corazón y otras extensiones de nuestro cuerpo y alma a una cara bonita, de la cual una vez más no sabremos sus intenciones y menos aún los resultados, que el dolor provocado sin intención sigue doliendo.

Olvidar es algo personal, pero nunca dudamos en compartirlo, sin revelarlo, sólo grabando sobre las heridas de nuestra alma aquellos arañazos en la espalda provocados en encuentro fugaces, ocultando las risas de los días felices bajo los sonidos que se arrebatan al silencio cuando dos seres se entregan al placer limitado al cuerpo, que busca arrancar los besos y caricias hechas al alma con besos y caricias hechas a la carne.

Por más que intentemos llenar ese espacio que deja el olvido, al final siempre quedará una cicatriz, grande, pequeña, pero se quedará ahí, para siempre, grabada en nuestra esencia que nos acompañará hasta el fin de los tiempos, cicatriz que no dolerá, que provocará una sonrisa al recordarla, pues esa cicatriz será una evidencia del amor que dimos, y tal vez, sólo tal vez, del que recibimos.


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